UNA NAVIDAD EN LA COLOMBIA QUE NO VEMOS.


EL PUEBLO

Afirman que la alegría en fechas navideñas se trasmite como el calor de una estufa a una olla humeante. Pero no siempre es así, porque no todas las personas tienen la posibilidad de disfrutar de un buen sancocho o una comida navideña en familia. Es por eso que, aquellos que tienen la posibilidad de disfrutar dicha bendición, deberían sentirse afortunados con la vida, y abstenerse de obviar o dar por hecho lo que muchos en el pueblo anhelamos con pasión. 

Eso me hace recordar que al pueblo pocos foráneos llegan a vacacionar o a conocer, pues poco es lo que hay que mostrar. Porque a parte de la miseria y el olvido del parque central, de la escuela o del pequeño hospital; lo único que queda en pie son las ruinas de las viviendas construidas con techos de lata y endebles vigas en tabla. En las que los habitantes del pueblo pasan sus días y noches a la inclemencia del impredecible clima tropical, que es bastante propenso a las altas temperaturas del sol y a fuertes tormentas de lluvia.  

Tal vez eso ocurre, porque al estar el pueblo tan apartado de la capital, colindante con la inhóspita selva, el árido desierto, el peligroso mar o la simpleza de la nada; se crea que acá no hay nada que rescatar. Que acá no hay ningún paisaje que valga la pena ser visto, ninguna insignificante vida que valga el esfuerzo salvar, ninguna vivienda que merezca el esfuerzo de construirse para que sea digna. ¡Si! Puede que sea ese el motivo y no otra cosa, como el desinterés, la corrupción o la violencia solo por dar unos cuantos ejemplos, lo que condeno al pueblo a la miseria.    

Toda la vida he querido creer que quizás sea esa -la desafortunada lejanía- la razón por la cual, este pedazo de tierra perdida y olvidada en la geografía colombina no merezca el interés. ¡Si! quizás ese es el motivo y no otro, por el que no vale la pena invertir en sus pobladores y mejorar la calidad de sus vida. Pero quizás no. Como podríamos tener certeza de ello los habitantes de este pueblo, si las noticias llegan a intervalos poco frecuentes.   

Desde que tengo uso de razón, me he sumergido en profundas meditaciones para comprender la situación del pueblo, y después de un extenuante análisis; concluyo que debe ser ese -la lejanía del pueblo-, donde incluso el agua llega con sed porque no es potable; el motivo por el cual no vale la pena arriesgar más de la cuenta para salvar al pueblo. Pero tampoco arriesgar menos para que desaparezca. Ya que eso implicaría que sus pobladores se vean obligados a desplazarse a las grandes ciudades del país. A sufrir las mismas necesidades y carencias que en el pueblo, pero con un poco más de sofisticación. Puesto que, el pueblo ya no se llamaría pueblo sino barrio, y se ubicaría en la marginalidad de la ciudad.

¡Por supuesto! Eso debe ser y no otras cosa… Y el que diga que no, en definitiva, debe ser un tonto o peor aún un guerrillero. Como esos que frecuentan al pueblo y lo desangran, porque piensan que somos paracos. O paracos que dicen que somos guerrilleros. ¿Cómo es la cosa?... Ya no me acuerdo. Porque, a fin de cuentas, todos pasan portando sus uniformados con prendas militares. Y esa es la ironías de vivir en el pueblo, que la conciencia se pierde, las desgracias se olvidan y el tiempo se suspende en un vaivén siniestro.     

Muchas veces he pensado que las navidades en el pueblo serian mágicas. O bueno, al menos las disfrutarían las personas que sienten gusto por las emociones fuertes y peligrosas. Por eso considero que es importante invertir en el pueblo, para que este aparezca en los mapas de geografía colombiana que enseñan en los colegios y no solo en breves cortometrajes en los que se hable con indignación de la miseria en la que vivimos sus habitantes. O por lo menos para que aparezca de vez en cuando en los titulares de los periódicos o en los escasos minutos de publicidad que les dan a los temas importantes del país, en las propagandas que trasmiten en los intermedios de una novela a otra en la televisión.  

Porque les aseguro que, con la publicidad adecuada se podría mostrar a los turistas que no hay en el mundo un lugar más afrodisiaco, excitante y peligroso para pasar las navidades, que el pueblo. Piénsese entonces en el exótico paisaje de sus polvorientas calles de herradura, adornadas de pobreza y una que otra mata de mango, con varias incrustación plomizas. En el mejor de los casos, si la energía eléctrica llegara hasta acá, podría dejarse encendidas las luces de las casas en señal de desarrollo. Pero como afrontamos el peor panorama posible, quizás los turistas se vean atraídos con el rustico alumbrando de las construcciones a la luz de las velas.    

Ahora bien, piénsese que no hay mejor decoración para adornar el pueblo que la realidad en la que viven sus gentes. Con eso los quiero llevar a imaginar el parque central del pueblo. Es cierto, no hay mucho que destacar, pero como en cualquier lugar apartado del país, la plaza central es la insignia del pueblo. Su mejor rostro. Entonces, imaginémonos la decoración de la plaza central tal cual es: la iglesia podría alumbrar a sus santos y prender velas a sus muertos. Las calles podrían vestir mejor a los cadáveres que aparecen casi a diario, para que no se vean tan nauseabundos y desagradables cuando el calor los hincha y pudre. Y sus aves, de plumas negras y ojos rojizos, podrían pintarse de blanco, para que no se vea tan atemorizantes para los turistas, si estos las encuentran en los palos de mango con algo de carroña en los picos.

De igual manera, podríamos decorar el árbol principal del pueblo ubicado en medio de la plaza central. En cada una de sus ramas se podría poner: en vez de bastones de dulce, las piernas de los muertos. En lugar de adornarlo con bolas navideñas, se podrían colgar las cabezas. O se me ocurre que, en lugar de conseguir muñecos de trapo, se podría poner muñecos de carne para que por fin llamen la atención el número inhumanos de caídos en una guerra de nunca acabar.

Sin embargo, todos estarán pensando que por acá no vale la pena asomar, y no hay nada que se aleje más de la realidad. Y los pocos que han disfrutado de nuestra hospitalidad, pueden dar fe que, lo poco que podemos dar, lo brindamos de corazón. Uno que está lleno de amabilidad, bondad y cariño. Ya que son estas las cualidades que caracterizan a las gentes de este pueblo. Porque, incluso, antes de ser ciudadanos de segunda, tercera o última categoría, somos personas humildes y trabajadoras que no tiene la posibilidad de trabajar en paz para sacar adelante a su pueblo.

Ahora bien, haciendo de la lado las difíciles condiciones de vida que afrontamos los habitantes del pueblo. Estoy orgulloso de mi origen humilde, de mi tierra y de sus hermosos paisajes. El tercero más bello del mundo, si mal no estoy. Corregirán mi ignorancia si les parezco iletrado… pero que bella es esta tierra. Que espectaculares son sus paisajes, que bellas son sus mujeres, cuan aguerridos sus hombres. Que valiente es mi gente que se levanta cada día ante la adversidad. Muchas veces he pensado que tenemos todo para vivir felices y podríamos hacerlo, si tan solo dejáramos atrás una cosa, la codicia… ¡Si! La maldita codicia. Porque no es por exagerar, pero la belleza de esta tierra es alucinante. Digna de la imaginación de sus grandes escritores y artistas.       

Lastimosamente, debo decir que los bellos paisajes de mi pueblo se han visto manchados por caudales de sangre y cientos de muertos. Con dolor debo decir que sus ríos, selvas, montañas, paramos, mares, lagos... y un infinito etc. Han sido mal usados para desparecer a mi gente, para torturarla, para asesinarla… Para enterrarlas en fosas comunes, en donde duermen su sueño eterno sin la posibilidad de descansar en paz. 

Los foráneos dicen que la pólvora la usan en las grandes ciudades como muestra de celebración de las fiestas navideñas y de año nuevo. Pero acá el olor a pólvora es diferente. Porque huele a miedo, a zozobra y a muerte. Acá el olor a pólvora viene acompañado con el sonido constante de balas que zumban sobre nuestras cabezas, como si estuvieran fritando una manotada de maíz pira en una olla. El estruendo que hace no es en el cielo, sino en la tierra donde deja enormes cráteres. Y la luz que destella no es precisamente de colores, sino nubes enormes de fuego y humo de las explosiones.  Acá el más valiente siente miedo y el más cobarde empuña un arma para vengar la muerte de su familia.   

En el pueblo no hay necesidad de hacer muñecos de aserrín y ropa vieja para quemar a fin de año, porque acá queman a diario muñecos de carne y hueso. Por lo que, su olor nauseabundo a chamuscado se propaga por el aire, con la misma facilidad con la que se estancan las cenizas de los cuerpos calcinados en los tejado de las casas.

Es curioso escuchar que, en algunas partes del país, hay una tradición de correr la cuadra con una maleta al hombro, en una especie de ritual en la que, las personas piden que el próximo año sean bendecidos con muchos viajes. En el pueblo a menudo, cuando llegan los grupos armados a matar a alguien o a darse candela como ellos mismo llaman a los tiroteos; las gentes se ven obligados a darle la vuelta al pueblo, pero huyendo con sus maletas al hombro y sus pocos bienes, para no ser alcanzados por las balas. Tal vez, tomándome cierto atrevimiento, sea esa la tradición más usual que hay acá.   

Al pueblo es poco usual que alguien venga; sin embargo, cada 4 años aparece la imitación más barata, canalla y sin vergüenza de Papá Noel o San Nicolas criollo. Según como se les diga a esos viejos barrigones, bonachones y rosaditos que solo asoman en elecciones. No obstante, la diferencia entre San Nicolás gringo con el Papá Noel criollo es que, en vez de arribar a bordo de su trineo; lo más cercano a eso, es cuando estacionan sus camionetas blindadas de último modelo en la plaza central del pueblo. Custodiados por sus guardaespaldas, en una suerte de nomo criollo, que le cargan y reparten los mercados, las tejas y cemento. Para luego, no volver a verlos.

Pero no crean que eso es gratis… no. no, no… siempre llegan exigiendo, al igual que San Nicolas el bueno, leche y galletas. Ellos llegan pidiendo uno que otro voto, fotos, abrazos o acompañamiento en sus campañas electorales.

Es por eso que, acá en el pueblo, que fácilmente podemos sustituir con otras denominaciones como: ciudad, barrio, comuna o país; anhelamos una navidad como la que muchos suelen despreciar. Porque está, en varias regiones del país, no siempre es igual.






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